Un árbol refulgía
apreciaciones inverosímiles. Promediaba el tenaz arbitrio su
compostura remota; su estancamiento mágico; su desenvoltura
prominente.
Un árbol creció al
revés. Sus frutos y hojas bajo tierra; su cadena enramada hasta
cavernas somníferas de desentierros paganos. Y, al verlo, al ver sus
raíces, algunos opinaban que -frondosamente quieto- perjuraba
dominios con cimientos irreales.
Quienes hubieren
contemplado aquel árbol, no lo hicieron completamente. Quien hubiere
desarrollado su limitada visión ante semejante destreza, no hacía
más que desenterrarlo utópicamente.
El árbol creció. El
árbol meció sus ramas hasta confinarse nicho de huéspedes
inanimados. Pero hubo una variante, un quiebre en todo aquel
dispuesto a contemplar; desde entonces alabarían raíces, solo
cimientos infructíferos. Solo tierra deshecha, solo mármol de un
carbón flamante.
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