Senilidades de cuerpos
plegantes, evocaban. Un libro muerto; un libro añejo, corrompía
conciencias en el resto de los hombres.
Leía él. Las sílabas
abrían caóticas y siniestras súplicas desde el papel exhausto;
simulaban conformismos de querellas imbatibles. La salud, la
bienaventuranza del escritor, padecía síntomas inquietos
adoleciendo plurales acometidas.
Y, mientras aquel leía,
las palabras atravesaban su lógica deparándose en otros, en muchos,
en todos. Y aquellos pedidos de socorro se adosaban a cada uno de
ellos haciéndolos testigos de anteriores pérdidas.
Las oraciones copaban
otras conciencias, y, él, decidió leer infinitamente párrafos de
un anciano desconocido. Hasta su muerte.
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