Un
ferroso hombre contribuía a desenmascarar caídas desde las nubes.
Las creía presurosas; faltas de significado y azarosas. Hasta que se
asimiló a ellas.
Al
habitar una nube, el hombre de metal cayó sobre la superficie del
mundo. Sujetó una calvicie iracunda; hermanizó témpanos vacuos,
hasta irradiar, moviéndose, estacas en un lago grandilocuente.
Mientras
caminaba sobre la tierra, las lluvias lo oxidaron poco a poco.
Inundado de rojizos colores, prefirió volver, retornar, regresar
hacia la nube donde cotejaba.
Y
fue entonces que lo libró un gran viento, y fue entonces que éste
lo condujo hasta los cielos.
El
aguardó ahí. El obtuvo bríos suficientes para comprobar la
rotundez de los descensos. Pero detuvo su ímpetu ante la caída de
sus oxidados miembros.
Y
fue entonces un desterrado más, expulsando pieles hasta la
putrefacción del mundo.
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