Pareciendo una vegetación
exótica, un tótem se erigía donde apenas se podía permanecer intacto. Se
disponía entre montañas; se verificaba, se rehacía, cada parte era restituida
sin olvidar sus límites.
Aquél se hallaba en el centro
de varias montañas. Las sierras eran su entorno y, más allá de cálculos
oblicuos, despertaba, un desaferrado horizonte, luciéndolo imperecedero.
Luego, con el transcurso de
las décadas, la innoble osadía de las erosiones, decrepitó cada montaña, cada
cerro; y en el tótem revivían hasta desfocar, instaurar y congeniar mayores
dimensiones, más altura, más grosor.
Quienes lo hubieran librado
sobre ese llano, prontamente lo olvidaron. Quienes lo hubieron dejado en ese sitio,
velozmente lo habían desechado ignorando sus cualidades. Ellos no habían notado
en ese tótem a su inmortal, a su Dios.
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