Añejo, sus hojas sostienen las
ramas que, a su vez, proyectándose sobre el eje, el tronco, permiten la osadía
de recuperar abstenciones mareáticas.
El sol perdura en su posición
para derretirlo. Es dramático; es ligustre; es raizario, y lúgubre. El sol lo
maniata, encubre cada uno de sus silbos, terminales ociosas con tiempo de
penurias. Pero lo ve irse, jactarse de razonante y devuelto sobre la tierra.
Es que ya es un hombre, una
persona, aquel árbol. Y camina, y corre hacia el lago. Se arroja dentro y
sujeta aguas de penosos recorridos. Se arroja y presenta adminículos idóneos
para iluminar. Es que ya es hombre, aquél; es que ya cuecen, sus brazos,
ebulliciones contra la liquidez. Pero insiste en ser sólido, en ser acuático y
branquioso.
Es que ya es un pez, aquel
árbol, aquel hombre.
Al haber nadado se ha
convertido en pez, simbolizando, así, la inconsistencia del más adaptado.
Aunque mayor sobreviviente; aunque mayor disfraz perentorio.
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