Fruncían leña entre el fuego
abastecido. Hacía luz, hacía destellos, esa llama jadeante provocada por
aquellas personas gritándose revuelos.
Ardía la Tierra, ardía su
núcleo. Desesperadamente convergía y desenvolvía iluminándolo todo. Es que la
fronda y ramas de los árboles se veían blanquecinas. Es que el suelo, los lagos
y el mismo espacio entero quedó iluminado. Es que el fuego de esa fogata, sus
llamas, aturdían con luz blanca alcanzándolo todo con bravura incontenible.
Y la iluminación se impregnó
en los objetos, y el blanco obturó otros colores -si él lo era-. Y las curvas,
y las rectas, sembraron huellas para una cosecha geométrica.
Y nadie lo supo, nunca; nadie
se enteró que aquellas personas eran Dioses; y, así, su fuego.
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