Multitud de rocío, de agua, de
lluvia, caía. Desesperadamente se veía cada gota frente a otra; a veces
uniéndose, a veces chocándose, a veces extinguiéndose.
Muchas gotas caían frente a
los árboles. Elaboraban un rito con su tráfago, un desfile pululante; un verso,
esgrima, hierro y espuma. Un ritual, con su tráfico mediante, pulía razonares
hasta vejar toda sequedad y hundirla con gotas desde los cielos vertidas.
Multitud de tormentas
desbandaron la quietud termal de la plaza de los valores quiméricos. Intentando
desafiar las inmuteces, prefirieron golpear cada llano espacio. Cada vínculo,
cada espasmo inquieto abordaba a tientas moleculares sitios hasta mojarlos,
hasta humedecerlos bajo imperios de delatores del ocaso.
Y, mientras la lluvia cayó,
una gota murió. Se detuvo entre los aires quedando suspendida durante la
eternidad de la batalla del agua. Llovió, y, tras el aguacero, aquella gota
permaneció sobre las alturas ostentando carencia de vida, ignorancia de otras
existencias y otras caídas; caídas con peso, mientras ella, la gota, había
muerto.
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