Revivía espasmos añejos, quien
en plena libertad solidificaba partes de cristales sobre su piel. Uniendo uno
al lado del otro, durante momentos temían perderlo de vista; aunque brillase,
aunque bajo el día apresurado, rindiera máculas de vaporosas despedidas.
Lo hacía en su total libertad.
Era libre y, postergando escapismos hacia montañas delicadas, lo repetía.
Obtenía el cristal de las cavernas. De las profundidades de cuevas emergía con
sus diamantes y rubíes. Y se los adosaba, y los lucía, y los admiraba.
Pero prontamente comenzó a
despertar apuestas. Algunos se inclinaban por arrojarlo al río para que se
hundiese y se olvidara convirtiéndose en trajinoso tesoro; otros pensaron en
venderlo, sí, en darlo ganando una gran suma de oro a cambio.
Mientras, aquel hombre de los
cristales, trató de huir, de fugarse, de escapar lejos; hacia el desierto
quizás, hacia el interior de una caverna tal vez.
Cuando aquel hombre fue
apresado, pensó en que sería un esclavo, él, quien siendo libre se hubo
transformado en un adorno ostentoso.
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