Da pasos, se vierten; camina,
un animal, saliendo del lago. Frecuenta frío, frecuenta humedad, pero se dirige
hacia un brioso organismo, hacia el desierto para luego regresar.
Aquel animal sutura
patrimonios de sagrados conciertos desenvolviéndose ante la arena. Teme
secarse, teme que se evaporara su piel y pelaje. Teme, aquel animal, una ida
sin retorno cuando avista, cuando preludia, el vasto asfixie de sus futuros
suelos comprometiéndose.
Se incendia. Busca agua; no la
halla. Bajo el sol astral tiñe coloridades hasta semejarse a nubes jamás
existiendo, a suelos siempre sedientos. Y camina, aún; y segrega, mientras,
ansias por hundirse en el infierno de ese fuego.
Ya opaco, se dirige hacia el
lago, sus aguas. Permanece paralelo al camino inicial, hasta su sentido. Pero
esta vez no percibe calor, no se nutre del acuciante desmiembre solar
impartiéndose dentro de su sien. Y llega.
Esta vez desciende en el lago,
aunque sin mojarse; esta vez mueve sus branquias, aunque sin respirar, esta
vez, sólo esta vez, desde aquella cuando murió en el desierto.
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