Un millar de hombres constituía
un mural. Quitaban pavores ante refugiados de otra especie; quitaban temores y,
bajo sus pies, cien formas divinas estereotipaban consuelos.
Cuando ese grupo había sumado
un millón, decidieron acatar leyes impostergables de sus ansias: decidieron
fundirse.
Uno al lado del otro, y en
movimiento, caminando hacia una dirección unívoca, formaban un muro. No
resultaba demasiado elevado, ni regular en su altura; pero sí distante
oblongamente. Uno al lado del otro lo había hecho, tras un mero diseño desde
los antojos de un singular equipo arribando. Y poco caminaron, poco
recorrieron, antes de descomponerse.
Desde entonces solamente
conforman un muro permaneciendo uno al lado del otro; aunque sin moverse,
aunque sin caminar. Quietos hasta el entumecimiento más precoz, lo mantienen. Y
también con criterio devenido desde ese equipo de sujetos; equipo del que formo
parte, equipo cuya membresía copa todas las dudas que pudieran ofrecerse ante
mi lealtad. Y la pregunta, su pregunta acerca de qué representaría la
humanidad: un avance o una quietud en su espíritu.
Ya que debo constatar el
resultado, deduzco que ambas circunstancias, que ambas clases de muros –el
quieto, el móvil-, no interfieren en sus aspectos, aunque sí en sus
direcciones. Unas veces interfiriendo el paso, otras permitiéndolo.
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