Orbitaba ignorando pesares de
otros planetas heridos. El, ese hombre, se trasladaba desde un extremo hacia
otro consultando, midiendo, geologías distantemente.
Pronto se dirigiría hacia
algún mundo. Pese a que aún ignorase hacia cuál, permanecía en el espacio
observándolos. Podía verlos a todos, a todos podía contemplar y escrutar –con
arduo análisis- hasta elegir, derramando dudas dentro de la caldera de los azares,
hasta optar. Y miraba, y expectaba silenciosamente ante el eterno ojo del
universo plañidero.
Y había decidido, entre todos,
por el de mayor tamaño, por el de mayores dimensiones. Ese respetaba sus
ambiciones y no las codiciaba. Ese deslumbraba por sus satélites por más que su
núcleo los acercara. Ese era el planeta, el de mayor tamaño, para él, para que
ahí fuese un Dios, su Dios; y recrear, y propagar su autoritarismo en torno.
Pero, aquel hombre que vivía
en el espacio, no había nacido ahí. El era oriundo de otro planeta, de otro de
menor tamaño; y ovalado, y circunspecto en delicias dadas a él. Y era diminuto.
Aquel futuro Dios había
optado, y, durante ese resplandor, hubo olvidado.
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