Separaba, la materia, lo sólido
ante sí. Crepusculaban expectantes maniobras para revelar los límites, las
finitudes, de cuanto material diletaba.
Así, de esta misma forma, este
mismo principio había sucedido desde el inicio. Desde los orígenes del
universo, del mundo, del hombre, había acaecido este axioma. Y había un sujeto
que lo notaba hasta paralelizarlo ante columnas de un volcán deforme. El consideraba
la posibilidad de atravesar las sustancias sólidas, como las líquidas, como las
gaseosas; él remitía todo acuerdo divino improlongablemente, hasta subsanarse,
hasta culminarse, el atrevimiento dicho por la materia cuyas pautas fueron
impedir su cruce.
Había un bebedizo, decían;
había una bebida capaz de permitirlo a quien o quienes la ingirieran. No exigía
nada a cambio. Es más, daba tempestades de experiencias, tramiteos confiables y
hasta un término del efecto mediante su remedio, su cura, mediante otro
bebedizo opuesto al primero.
Ese hombre buscó la bebida.
Ese hombre la bebió, completamente, la incorporó a su organismo. Y ese hombre
vivió centurias aplicándose a doctrinas que permitían los atravesamientos
materiales.
Cuando aquel hombre saltaba,
se dirigía más allá de los cielos pero al caer iba más allá de los suelos.
También cruzaba paredes, frutas, vehículos y sentencias. Y al intentar deshacer
ese fenómeno, buscó el bebedizo opuesto; lo encontró; lo ingirió pero ya había
transcurrido demasiado tiempo: no lo pudo asimilar quien, ya pronto a
mimetizarse con todo sólido, vio ese líquido cruzar, vio ese vidrio estallar
y su cura impronunciarse.
Quien hubo asimilado el
universo y sus elementos, no pudo adquirir los permisos y condiciones del otro
bebedizo. Así atravesó diversos aspectos de la materia, sin piedad, sin
misericordia, hasta desear horadar los agujeros mismos.
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