Recordaba haber combatido, y
haber vencido. Recordaba que no había sido su guerra por más que hubiese estado
en ella; aunque la tramitase siendo esfinge hercúlea y perito, personaje y
referéndum de cuanta muerte ocasionara.
Solamente remembranzas
alcanzaban días y noches desolando todas sus variantes, su sol, su luna, todo
vestigio madurando perpetuo. Cada vez que notaba haber sido el único
sobreviviente, un imperio de agonías clarividentes esfumaba detrimentos de
soledad ferrosos. La caída de la luz, su vértigo promoviendo la venida de la
oscuridad, denotaban otras batallas, otros combates para darse.
Y aquel héroe, único
sobreviviente, tras haber experimentado su primer duelo, vio el segundo al
enemistarse la tierra con los astros. Y, así, devino el fin, la extinción de
todo ser vivo –después recordado-; aunque él, el héroe, residiera en un más
allá donde respirar resultara un don dado por los dioses.
Desde que presenció batallas,
el único remanente hubo sido un recuerdo. Desde que hubieron finalizado y él
sobrevivido, recordó, aquel hombre, toda la vida donde ya toda la muerte se
infundía entre sus costillas. Quiso morir, quiso verter su sangre hasta ceder y
no recordar, no volver a resucitar remembranzas sitiándolo. Pero no supo, es
que desconocía una nueva afrenta dada entre su memoria revuelta y su paz
buscada; y ese combate lo extremó condicionándolo.
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