Sembraba, el derretimiento
pleno, con desplazamientos inoportunos. Aquella agua que había sido nieve,
movía su abdomen, piernas y brazos hacia la extremidad de las cegueras.
Cuanto había caído siendo
nieve se había convertido en agua; ésta se había dirigido a través de todo lo
llano y toda pendiente hasta colocarse inmóvil como referente de su accionar.
Cuanto había caído había sido blanco que, luego invisible, hechizaría, con
varas terrenales, osadas regiones de un nombre exhaustivo. Quien mirase
socorrería mentores ciegos hasta elevar exámenes de jovial tesitura; quien
mirara suspendería tráfagos adueñándose de todo precipicio, verdad y postura de
los dueños del complejo versátil.
Y se adelantaba, y regresaba;
se desplazaba sobre llanos horizontes hasta pender desde huellas con páramos
estáticos y avanzar –derritiendo- su entorno.
Es que primero nevó, y después
fue correntada acuosa; pero siempre, desde inicio hasta fin, derretimiento. Y
derritió casas, y derritió organismos vivos, y derritió la columna de los
paraísos sostenidos. Y fijó, y sentenció, ser único cadáver perdurable frente a
un derretimiento, el fuego insospechable.
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