El hoyo crece, hasta esa
persistencia es voraz. Si arriesgo mi entero cuerpo dentro, no juzgaría cada
uno de los razonamientos siendo certero, aplicable e insustituto. La
inclinación del abdomen platica con la continuidad de su crecimiento mientras
sucedáneos prejuicios atienden ante sofisticados subterfugios.
Podría entrar. Metiéndome
dentro del agujero podría ver desde esa otra parte, hasta fingir, hasta
discernir cuán carnívora y demolicionante resulta. Aunque recién haya ingresado
un brazo, supongo que la plenitud corporal adjunta cierta desaparición; cierto
desvanecimiento, cierto final a mi existencia.
Y no lo prometo, y no lo
radico, y no lo creo, creyendo en cambio ir hacia otro sitio. Otro destino
quizás, otro puerto tal vez. Entonces extiendo mi mano, la punta de cada dedo
hacia los contornos del hoyo.
Intentando palparme, el
movimiento asfixia dilataciones por resolverse sorpresivas e impredecibles.
Justifica todo adorno, todo percance, toda crítica. Intentando tocar mi hombro,
había inclinado el cuerpo sobre el agujero, y había caído –sin estrépito- hasta
desaparecer.
Desde entonces no sé adónde he
ido, adónde he viajado, partido. Desde entonces los rasgos de las siluetas se
disuelven en mares de frenesí por lo ignoto, lo desconocido. Y solo los
recuerdos demuestran cómo ha sido aquella habitación, la que tenía el agujero
hacia el vacío. Aquella, la última, la caratulada por mi verdugo sabiéndome
curioso, desobediente y condenado.
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