Solían cambiar ubicaciones al
cubrir cada atrio. A veces se dirigía la arena quitando el agua; que caía, se
desprendía, que cayéndose amedrantaba bosquejos de numerales sinsentido.
Sobre la tierra, ocupaban toda
superficie, aguas encima unas de otras. Una gota sobre otra. En y entre, donde
cabían a través de circunspectos espacios desarrollándose en todo plano y
vértice, y arista. En columpios de hierro ahuecados donde traspasaban las aguas
toda su interioridad filarmónica.
Y cuando emergía el agua desde
su sustento elevándose más y más hasta las proximidades de los cielos, empujando
las arenas las desembocaban con cadencias siempre milimétricamente sofisticadas.
Y caían, ocupaban las superficies sin medianías, sin matices de qué habría mientras durase la progresiva
variación entre agua y arena.
Solían cambiarse ubicandos
sobre la tierra mortecina aquellas plagas de materiales vivos al emerger, y al
descender. Al encresparse, al sumergirse; siempre dorando suelos y techos de
constitutivos parlamentos; al treparse, al insertarse, nunca subestimándose
dualidad consternada.
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