Ofrecía distintas capacidades
frente a situaciones adversas. Las invocaba siendo ágil partícipe durante
transitorias variaciones de un solo fulgor, de una sola osamenta: la
contrariedad.
Cuando una circunstancia lo
obnubilaba, él oponía –tras una invocación- ciertas prácticas desenvueltas
desde su imperio. Llamaba a fuentes de toda clase para serle otorgado el
suficiente conocimiento. Clamaba criterios y otras capacidades sustanciales
para enfrentar; clamaba dones y aspectos, directamente elaborándose bajo mantos
sin pudor alguno.
Solamente él añoraba
enfrentarlo todo, contrarrestarlo todo. Y, así, moldear con un desquite
terminal los ornamentos singulares de riesgosas anteposiciones.
El existía. El merodeaba y, al
advertir ciertos percances, invocaba acertadas capacidades siempre
predispuestas a acompañarlo.
Pero durante oscuridades de
cien ritos paganos, él llamó al recuerdo y éste devino. Desde entonces jamás
pudo desasociarse, retirar esa cualidad, refrenar oleajes plausibles con
aseveraciones conscriptas. Desde entonces el recuerdo lo evocó a él sin merma
de titularidades. Lo llamó una y otra vez hasta descalificarlo para obtener
otras singularidades.
El recuerdo fue seductor, y se
apoderó de él. El recuerdo prohibió otras vinculaciones; y aquel hombre, aquel
memorándum, se sujetó a una sola circunstancia percutiéndolo: rememorar.
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