Volaba sobre un estanque,
aguardando proliferar su mensaje, el ave. Ensimismado, colorificaba aguas
cediéndoles agudezas de constipadas travesías y, ante la vista de los peces,
inclinó sus garras poseedoras de la carta.
Cayendo desde las alturas
evidenciales el mensaje no sufrió impacto alguno cuando se hundió. Como si las
aguas supieran, moderaron el insípido objeto hasta apropiárselo, hasta
decapitarlo y hacerlo víctima de una solidarización oculta, recurrente y sagaz:
ese líquido brumoso se lo otorgaba a los peces siendo alimento.
Así, así de endiosado y
crepitante, balbució, su lengua, un mensaje inapropiado para ellos. Ya se había
convertido en peces, ya se había refugiado en innúmeros percances traídos con
gotas de sed de gritos. Los peces, el unívoco comunicado, eran mensajes que vociferaron
planimetrías de tajos de algún desconocido verdín; los peces, aquellos animales
dentro del estanque conviviendo, ignoraban hacia dónde iría la carta ya asimilada.
Entonces, cuando la noche
clareó nubes desposeídas y días turbios sin antorchas en mano, la pericia del
abandono abanicó sin tremulez sonidos incompasivos: el estanque, el agua, siguieron
sin tacto.
El ave jamás retornó al
estanque. El mensaje nunca halló su debido destinatario para poder comunicarle
la urgente necesidad de alimentar a los peces. Los animales del agua lo
supieron, el ave no; y ya en los jardines del entorno los propietarios trinaban
alejando los pájaros. Los dispersaron más y más, más hasta irse, fugándose
hacia otros vecindarios proclives a arrojarlos a los estanques.
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