Debo confesar que no solía
apreciar los gusanos. Insectos que desdeñaba, se movían lentamente entre los
subterfugios de mentes ocultas. Ninguno los oyó, pero las casas habían sufrido
la calamidad.
Bajo tierra no hay paredes ni
techos, solo suelos con alimentarias ansias de impedir el emergimiento de los
insectos. Ellos se mueven lentamente desde una profundidad hacia otra; ellos
temen la inocencia de los parques, de salir y ser vistos hasta su fin. Pero
hacia los hogares se dirigieron, hacia los edificios fueron, y más de uno pudo
haber confesado la abstinencia de tierras fértiles.
Aunque su propósito fuera
otro, no se habían alimentado durante meses. Las casas, sus basamentos los
atraían y les señalaban un camino a seguir. Pronto habían comenzado a derruir
el hormigón, las maderas y hierros. Y pese a que las casas no se caían, en poco
tiempo lo hicieron.
El último alimento habían sido
los hombres, después de sus hogares. Y finalmente no quedaba sino un desierto
en el pueblo donde se habían manifestado. Pero los gusanos, esos insectos de
las profundidades, regresaron a ellas; y, mientras, crearon otros túneles,
otros abismos pergeñando ya el próximo ataque subterráneo.
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