El sendero se prolongaba hasta
llegar a lo desconocido. Las tres personas caminaban de prisa apenas
volteándose para ver si alguien los seguía, acompañándolos en busca de sus
destinos.
Caminaban, corrían, saltaban;
aquellas personas no discriminaban ningún obstáculo por delante. Los esquivaban
y dejaban de lado cuando se los veía, pero nunca se detenían. El camino era
corto, siniestro, pausado. Ellos debían correr, porque si alguien los aquietaba
–demorándolos- quizás los devolviese al mundo, a aquel donde el éxodo por
adelantarse a sus fines había iniciado.
Suspendían suspiros y
curiosidades que se revelarían en el desenlace. Cada uno refugiaba su propio
resguardo ante el último tramo, trecho donde deberían saltar hacia el abismo.
Como último recodo de su viaje, los tres se lo representaban con una dura caída
donde morirían. No tenían esperanza de vida, de continuación, de supervivencia.
Porque sabían que ahí terminaban todos, todos los que una vez habían
comprendido la fatalidad de la vida humana haciendo esponjas que bañarían
estatuas en un museo cerrado. Y continuaron.
Al alcanzar el final, el
término, vieron el abismo y lo notaron mortal. Saltaron. Caían, y mientras lo
hacían, los segundos secundaban a los minutos haciéndose horas de infinitos
universos por visitar. Caían, pero no morían; caían, y sobre sí se mantenía un
cosmos desconocido con sus sendas.
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