Los ligustros ocultaban el
yacido cuerpo de quien ordenara desafíos. Creían en que nadie lo advertiría, ni
nadie lo ayudaría; excepto los que aún ostentaban amenazarlo.
Sobre su descompuesto cuerpo
se reiteraban riñas con adoquines, y se preveían luchas de arena. La maleza
ocultaba al último victimario de ofensivos altibajos arruinando las pieles de
sus allegados. El cuerpo resplandecía, el cuerpo brillaba y trinaba cuando lo
descubrían. Todavía podía ser útil, porque podía ser campo de batalla para
quienes desearan combatir. Y se agrupaban, se erguían y disponían a batalla
sobre él todos quienes querían desafiar.
Los cuerpos caían, nadie los
retiraba. Se formó una cresta sobre él, una ola que desesperaba llantos de
crueles finales. Y, al término de los arrebatos, se perpetuaba como saludo un
desafío hacia él.
Muertos sobre un muerto, los
desafiantes continuaban un ritual, un mito, un símbolo: la caída de la maldad
en cuerpo achicharrado por esponjas de sangre.
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