Ese hombre debía asesinar a
todos. Con su eficaz daga, con su arma y compañía, tenía que atravesarlos hasta
que la sangre fuera tragada. Y se destinó hacia la calle.
Conocía a sus futuras
víctimas; sabía cuándo enfrentarse –precavidamente- para sorprenderlas. Y,
durante la búsqueda de las mismas, afilaba el cuchillo con su mano de hierro.
Porque así lo era, de metal; y se creía inmortal, sagaz e infinito. Aunque la
daga formase una parte de la extremidad de su cuerpo, volvía, volvía y revolvía
el arma hasta determinar el canto de expiración, el último vocablo dicho
exasperadamente por las víctimas.
Saber sobre su destino no
enturbiaba su misión. Saber sobre degollaciones, sobre puntadas y desmembramientos
era un historial acaudalado durante milenios. Pero saberlo tan presente, tan
cercano, hacía de sus presas un mitín sencillo. Debía asesinar a todas las
personas que pertenecían al cónclave de detractores de hombres metálicos, y, al
haber demasiados, se acercó durante el atardecer.
Pero por ser su andar ruidoso
y lento, durante el combate, los primeros, opusieron resistencia. Y más de una
vez intentaron defenderse, pero embistiendo en vano ese cuerpo de hierro.
La matanza había sido brutal:
torturaba a sus víctimas antes de degollarlas, se reía ante ellas, y vaciaba la
sangre de las venas mediante largos sorbos irritantes. Pero restaba el último,
el póstumo hombre de carne y hueso que regía la fraternidad.
Se acercaba, movía su daga
contra las paredes, gritaba y se enfervorizaba mientras dentro del desolado
castillo nadie lo oía.
El último lo esperaba, lo
desafiaba haciéndose simple de matar. Pero al intentar atravesarlo, notó que la
daga no se hundía, no se enterraba derramando abruptas salpicaduras ante sí.
Aquel hombre también era de hierro, de metales. Y entre ellos propusieron una
tregua, un arreglo que decía de aquellos hombres de hierro, ser asesinos si,
con ciertas indiferencias de reinados, los ignoraban.
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