Nadie supo por qué quería
callarnos sus nombres. Algunos pensaban que auguraba misterios, y otros que
eran impronunciables. Y él, el niño de mil nombres, soñaba perpetuamente.
Sus raíces oníricas le
prohibían pronunciarlos durante la realidad. Es que este púber no podía
recordarlos todos, todos los que en sueños lo nombraban. Eran miles de nombres
con sus diminutivos, y a su pesar, había más combinaciones. El resto de las
personas no sabía cómo llamarlo, cómo atraerlo hacia las médulas de las
realidades con simplezas de niños. Y él soñaba, vivía y revivía diferentes
aconteceres surreales en los que jamás oía un llamado, sino miles a la vez.
Esta era su ocupación: acudir a todos sin excepción.
Pero, después de un día, jamás
lo volvieron a ver. Lo habían buscado con frenesí impactante y con decoro
pulcro, y ninguno pronunciando cualquiera de sus nombres.
El niño se había ido, hacia un
sueño, hacia una de sus realidades. Y había acudido por su último nombre, el
triste, el que ninguno terminaba de oír. Este lo llevo hacia el mundo donde los
atardeceres fluían sin otras etapas, y él jamás temió no volver.
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