Aquellas cenizas hechas hombre
esperan al viento para deshacerse. Aquel polvo, aquel hombre, aguardan la
muerte mientras una brisa recorre su banco de plaza, su último sitio. E,
inmuto, él ve todo su cuerpo de polvo estancado y sin movimiento alguno.
Mientras el viento recorre los
alrededores, nada lo perturba, nada lo desaquieta. Este hombre cuenta las
sílabas de los pétalos, y observa las raíces de las nubes. Ve lo que está más
allá de todo ventarral, de toda consecución a su existencia; pero, por lo bajo,
las caídas hojas le demuestran con frenesí los próximos destinos hasta
suspenderlas en los exiliares vientos. Y pronto comienzan a deshacerse sus
piernas, su abdomen y su cabeza. El se deshace, y junto suyo los árboles con un
fin irreversible.
Pero no muere, no decae su
cuerpo ni se decoran sus vidas más que con una multiplicación. El cuerpo de
ceniza vuela, y se disgrega, se separa y se detiene. Ya no esperará otros
vientos, sino la aspereza de las lluvias hundiéndolo en los parques donde cada
partícula desea ser disgregada.
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