Cuando mirás de frente un
sortilegio, las arrugas se ensanchan. Son patines sobre un hielo nauseabundo
las claras prominencias de los sitios, y pedales sin ruedas los boquiabiertos
espacios donde todo es vacío.
Creías avanzar, aunque
deteniéndote, las flatulencias de lo circunspecto se derramasen para dejarte un
impacto inaudito. Avanzar, avanzar. Mientras veas los objetos de este mundo
ordenado, sobresaliente, alineado, verás la falacia de un mundo con sus
sombras. Pero creíste mirar un elefante ante cada traspiés, supiste atravesar
las dicotomías de tus caídas y ya te elevás sobre los animales. Hay un claro, y
hay sombras; pero siempre que se decaigan no habrá más fenómenos físicos que
los fuegos de la clarividencia intacta e imperturbable.
Han pasado años, décadas y
siglos, y los animales sueltos te animan, te dan sus bríos, y, en más de un
caso, te demuestran entre sombras que más vale ver el insomne vacío y no las
murallas de lo descompuesto.
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