Ellos procuraban no atender a
los imprevistos. Ellos, los guardianes del asombro, carecían de estupefactos,
de milagrosas revelaciones y de cautiverios donde poder anhelarlos unívocos los
desatenderían.
Andaban de bosque en bosque
buscando anticipos de cualquier clase que los sorprendiesen aunque no lograban
hallarlos. Se ufanaba en troncos altos, pequeños, en rocas y debajo de éstas;
porque las univocidades se verían donde jamás se pensasen. Y, ellos, nunca se
agotaban ante una ordinariedad ni ante una verosimilitud de acuerdo a los
supuestos elementos provistos por el bosque. Y frente a nada cedía sus búsquedas.
Pero los sauces gritaron, los
cipreses bostezaron y toda la selva se plegó de vociferías. Entonces ellos aguardaron,
se montaron en grupo y contemplaron; aunque no era extraño aquel despliegue
mientras alguna ventisca de altura se provocase. Y se sentaron.
Cada uno hablaba de ciertos
parámetros que hacían de ellos un equipo sorprendente, audaz y digno de
asombro; porque nunca se desatendían ante un elemento cualquiera. Pero los
vientos terminaron y aquellos árboles continuaban platicando.
Los dueños de los bosques
rieron por el falaz intento, por la búsqueda y por la añoranza de los
guardianes del asombro. Rieron de aquel reiterado entusiasmo por no asombrarse
ni perturbarse; porque los árboles, durante milenios de trascendencia, se habían
insinuado provistos del fin de las aventuras.
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