La naturaleza cobija razones
donde ni una diminuta opinión es causa. Nada exaspera, nada retrotrae hacia los
horizontes de las voces. Es efervescente y sin mácula alguna cuyas vibraciones
comparten un leve revuelo de anatomías minúsculas.
A veces hay quien la vea,
otras no; pero sus tallos se adueñan de agua mientras el aguacero lo permite.
Hoja que vuelan, que caen, que seducen son partes de un todo causal dado por un
efecto hacia las molicies de las rigideces. Los álamos van y vienen mientras
observan polen en insectos. Estos dominan los campos y disminuyen horizontes
donde un lago predispone su orilla para naufragar con cola de reptil. Hay
animales, y hay vegetación donde penden las ramas de un sauce donde mi cuerpo
doy y caigo.
Entonces digo, digo y opino. Doy
un discurso, lo repito y doy un manifiesto: el seguro dictamen de la
univocidad. Digo que jamás entenderán al hombre que conmueve diciendo acerca de
las causas y efectos ser un fenómeno externo a dicha concatenación. Y toco una
rama, y no sabe de dónde vengo. Toco las hojas, los yuyos y los animales sin
cuestionar siquiera cuándo daré fin a mi intromisión despejándolos de esas fenomenologías
menores devenidas de los vegetales.
Pero la rama dice que no soy otro.
Que no estoy afuera de la cadena causal y que jamás finalizarán mis causas de
olvidarse. Doy un grito, callo, me sé por afuera de cualquier inhibición y
principio. Porque soy el inicio, aunque contradigas, soy aquel que subyuga
matices mermándome en sutil efecto, un campesino de los cuestionares.