Aquel anciano encerraba niños
y adultos para cumplir el destino de la jaula. Los embolsaba en esquinas,
laterales y cordones. Las personas sufrían desapariciones sin ningún atisbo de
que la jaula existía, y que la controlaba aquel viejo.
El cruzaba a las personas en
la calle, y mientras se disponía a embolsarlas les hablaba distraídamente.
Nadie se había alterado ante las suficiencias de cada diálogo expresado, ni
ante los vislumbres del anciano para ver si cabían adentro de la jaula. Es que
la disposición del viejo con respecto a ellos se había fundado en quitarles la
lujuria y devolverlos a su estado de primates. Y nadie, ninguna persona del
pueblo lo sabía.
Mientras limpiaba la jaula,
les daba alimento; siempre encapuchado y oyendo los gritos de un lamento mismo
y al unísono. Sabía que ahí permanecían, que ahí quedarían y ahí morirían. Es
que presumía que sus vidas eran envidiables, y sus familias más aún.
Entonces corría el cerrojo,
elevaba la llave y los enclaustraba hasta la noche de las noches cuando este
anciano los decapitaría hasta la inmortalidad de la finitud. Cuando los
encerraba, no empleaba ningún criterio hasta saberlos finitos, excepto la
desgracia que les quitaría al asesinarlos. Porque una existencia similar a los
animales perjudica los conceptos que cualquier ser humano califica como
ordinario para su existencia. Y así los veía.
Pero al acercarse a la jaula,
al comprender lo seguro que viven y lo bien alimentados que están, el anciano
comienza a carcomerse las entrañas hasta recapitular lo degradante de su propia
vida. Y decide quitarlos, librarlos hasta encerrarse él.
Nunca piensa en las cualidades
de la jaula quien siempre la piensa claustral, atormentadora y definitiva. No
piensa en sus negligentes cualidades, ni en sus estadios de aterrorizante. Y el
viejo se encierra cada vez que necesita morir para renacer entre barrotes de un
destino sedante.