Enumeraba toda proporción con
sus números inevitables. Medía sus partes, sus brazos y sus piernas proporcionándolas
junto a los datos adquiridos. Su abdomen y cabeza cedía ante las disparidades
de enunciados por él computados.
Había citado las glándulas con
rimas de versos matemáticos, y el crecimiento de las uñas con sumas de cada
peso de hueso supuesto. Había elaborado un sistema métrico junto a tenencias
geométricas de acuerdo a la pasividad del crecimiento de sus dedos. Sus tendones
habían reclamado un consuelo por lo invisto de las longitudes, de las
desviaciones y quedancias: de sus mismas proporciones; aunque nada le impidiese
continuar indiferenciándolos. Y cada resonar de sus nudillos lo conducía hasta
las bases de los principios matemáticos.
Hacía cadencias de resta con
el conteo de sus pelos, y ceñía cada renglón de su formulario con ausentismos
dados cuando lo disponía. Al ser físico, por ser un académico, disponía de
varias concepciones para albergar sinnúmero de dudas matemáticas. Y entre éstas
estaba la ardua entelequia de concebir todo el organismo humano como si pudiera
extraerle todas las dimensiones matemáticas mediante el análisis de un ojo. Era
el ojo de él, su ojo, y cada vez que lo examinaba, amplias disecciones emitía
desde varias situaciones donde pendía de enfermedades biológicas. Pero hasta
notarlo, hasta darse cuenta, hasta saber que los números habían muerto; y él,
arrojado al mayor de los abandonos cedidos por las reglas.
Ya sus presentes lo ignoran, ya
las variaciones del clima visto sobre las nubes no cuentan números. Ya él se
repliega con andanzas de contratiempos; tiempos que no son medidos ni sabidos,
tiempos de lluvia y rocío, las edades de una gota de algodón pendiendo sobre su
recta sien evitable.