Cuantas aves volaban,
deshacían su clandestinidad. Recibían algunos hombres, estos pájaros, aunque
nunca, jamás los reflejaban durante sus sobrevuelos. Sus calvicies denotaban
exterminios, y sus mandatos, una plegaria por nacer.
Nunca un hombre había cedido
su voluntad por caer; nunca se había prefigurado su lealtad, su vínculo detonante,
ni su temible yugo apaciguador. Aquellos cercanos figuraban una estadía donde
cada vez las trompetas del tedio se adecuaban para huirlos, para echarlos desde
sus clandestinos parajes en el campo. Pero, dado que éste era gobernado por las
aves, así lo hacían, así se convencían de hacerlo hasta que sus más augurados
preámbulos se congeniaban hechos.
Aquellos hombres, aquellas
personas que habían venido para ceder, retiraban algunas semillas; aunque no
para ingerirlas, no para alimentarse, sino para conducirlas hacia algún campo
imaginario. Estas singularidades caían entre huellas de todos los habidos.
Nadie se lamentaba, ninguno; porque al hacerlo, habían pájaros delante, y
detrás, augurando sus mismos cuerpos como comestibles. Y jamás se equivocaban,
siempre certeras los devoraban.
De esta forma, el campo de las
aves dota a cada hombre con un pico acertado y filoso entre sus carnes. Las
pieles son hechas destrozos, y los órganos, líquidos. Hasta un muñeco de
pájaro, en reemplazo del espantapájaros, hay sobre una lindera. Y así, las aves
se retiran solo durante las noches humanamente presarias.