Mientras la antropofagia
de los vientos deglutían el sol, cada menoscabo, cada vínculo,
deshacía los horizontes. Al preferir la osadía de los vientos, al
pertrecharla, al escatimarla, al ceder cada precipitoso desmán,
rugían entre alturas las misericordias cruciales.
Sin embargo, ese frenesí
aturde verborragias tan veloces siendo tronidos de los relámpagos
acuciantes; siendo desmán, siendo agnosticismo, siendo plegaria de
una sequedad continua. Pero, llueve; pero lagrimean los soles un
mundo cuyo cielo partido derrama tronidos holocáusticos.
Sin embargo, la eficacia
asiduaba refranes de corduras en aquella bóveda ya gris, ya
pulsante, ya agujereada. Porque estaba partida, por el trueno, por el
relampagueo, por esa furia de dioses desacatándose bajo el frenesí
de un infierno celeste. Y sus precipitaciones, y sus estertores, y
sus afrentas, colmaban las patibularias emanaciones con somníferas
decapitaciones del cielo inclemente.
Miré hacia un lado, miré
hacia otro. Miré el suelo, tan desalmado como el cielo; tan
sediento, mientras los tronidos del trueno continúan partiéndolo.
Oí el silabeo de
deidades ya muertas ante la pasividad de un cielo ya muerto por los
truenos. Y, así, comienza la tormenta, y, así, se inicia el
estupor. Y, así, se eriza cada tronido contra las pululaciones de
una bóveda nefasta.