Un lagarto pequeño
simula aversiones ante la quietud temporal. Recurren, sus ansias, a
desaforar milimétricos crecimientos; y, ante un lago, ante su
universo, se dirige.
Intenta atravesar una
laguna. Va hacia las profundidades, ese diminuto lagarto; va hacia
las consideraciones de artilugios sorpresivos. Con suspenso, o sin
él, arriba a la orilla opuesta. Pero sus dientes habrán acaparado,
rápidamente, abismos de insolencias temporales.
Ya es un cocodrilo; aquel
lagarto ya es un gran reptil y gran depredador. Es que el tiempo,
bajo esas aguas, milita aceleraciones constatables. Y rehuye, y
desespera, quietudes somníferas.
Algunos dirán que el
lago es mágico. Otros, que resigna el tiempo sufriente hasta
crecimientos de siderales cuantías. Y, el cocodrilo, aquel pequeño
lagarto, además de crecer y obtener otras cualidades, esperará,
deseoso, su retorno convirtiéndose en alma.
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