Cotejaba disecciones bajo
la tierra de una pradera. Entumecido, temía elevarse, el hombre de
pasto bajo la clemencia de los cielos inusitados.
Abría un ojo, abría
otro; durante eternidades había estado sumergido bajo el césped.
Ahí había nacido, ahí su vestimenta había sido siempre verde. Y,
mientras cacofonías disidentes temblasen en torno, intuía que
devenían desde otros sitios.
Aquel hombre quería
conocer. Quería saber qué había sobre él y en sus alrededores.
Quería erigirse. Quería caminar, saltar y, durante un broncíneo
espectáculo de pasto, asemejarse a los árboles. Y, cuando su cuerpo
se sostuvo verticalmente, vio al sol.
Estrépitos de máculas
cimarronas atosigaron su cuerpo. El astro volcó su fuego hasta que
bebió la savia roja de sus huesos de tallos. El cielo detuvo miradas
con nubes carboníferas. Y el llanto del hombre pasto, y sus anhelos,
se transmutaron en una huida bajo la superficie. Donde había
aceptado un sitio afín y posible.
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