Deletreaban
orificios de aguas cayendo. De aguas horadadas, aquella multitud, al
refugiarse y dialogar con la supuesta desgracia.
Solía
llover; solía clarearse; solían aguaceros; solían claridades, al
ver aquella atmósfera. Y nadie permanecía fuera. Nadie espectaba
aquellas mareas carcomiendo suelos durante un verídico triunfo
modesto.
Y la
tormenta caía, y la tormenta cesaba. Y la multitud, en vez de
auscultar cada arbitrio celestial, huyó. Pero en la frontera de los
vientos exigió agua, pidió beber.
Ninguno
supo que aquellas lluvias deleznaban las decisiones, y tomaron sus
almas, y, sin otro hombre vivo, no se detuvieron.
Ninguno
supo que aquella agua era divina, ni que había optado por quitarlos.
Ninguno avistó la cola del escorpión venenoso construyendo una
estatua que relatase su vínculo con la contemplación.
Envenenamiento predilecto dentro de una multitud durante su éxodo.
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