Caducaban hemisferios
cuando la espada se alzó. Doctrinas de mundos temidos; plegarias de
monjes alados.
Cuando el hechicero
elevaba su arma, una multitud -aquietada- contempló. Vio las
heridas, subyugó sus adoraciones, y petrificó más aún su
inmovilidad. Cuando el brujo alzaba su espada, los hombres, con sus
palos enhiestos, permanecían inmóviles. Y las personas miraron, y
ese hombre miró.
Aquel hombre de pociones,
arrojó su espada. Aquella instruida persona, se deshizo de ella.
La multitud, atónita,
asimilando su labor, encendió los palos que fueron antorchas. Y bajo
una lava gris advirtió que el mago se retiraba.
Consejos de estandartes
vivos arreciaron atómicas visiones. El hechicero debía irse. Su
espada, olvidada. La multitud necesitaba conservarse; aunque
desconociendo el rito transformándolos en brujos.
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