Deteniéndose ante la
esfera, ante el mundo, un océano murmura. Inquirires de las aguas
dicen, y desdicen, imposibilidades por descender.
Es que no hay tormentas;
no hay sol. No hay luna. No hay vegetación, animales ni ser vivo
alguno. Los desafueros de los fructíferos cambios reinan sobre otras
cosmogonías. Y las afrentas, lo bélico, rinde pesares hasta
glorificarse.
Aproximándose ante el
mundo, hay vientos que mueven rocas. Ellas dicen, y desdicen, sobre
los suelos, que no habrá jamás anquilosamiento alguno, que no habrá
destiempo ni existencia; sino, tan solo, arena y piedras que correr.
Entonces, las mareas no
desafían caerse hasta lo profundo de interminables rocosidades
andando. Ellos, los océanos, no incurren de ninguna forma. No
descienden, no ocultan. No asfixian.
Sin embargo pocas gotas
serían necesarias. Porque pocas gotas darían forma a las rocas,
para marcar, para detallar, el símbolo de la extinción.
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