A veces timbres lejanos adhieren un brutalismo adverso. A veces
ascienden; a veces descienden. Pero el sonido, ese murmullo, es grito
fenecido ante brazales de agua.
Mientras la gélida montaña agrupa cielos de muerte, el temido
entorno es lecho, colmillo desafilado frente a elucubraciones por
venir. Es que circunrodea a la montaña, medallas de desenlaces
auspiciativos, renglones de coartadas redundantes. La rodea, aguas
heladas aunque no sólidas.
Derritiéndose durante su eterno entumecimiento, hacia abajo se
dirige. Licua sus bordes cada descenso haciéndose líquida, mezclada
con los ríos, mezclada con los bríos de las astucias.
Y murió, y se deshizo.
Sin embargo, cada parte de su compostura sonó. Sin embargo, cada una
de sus iniciales cantó hasta ahogarse, la montaña de hielo, bajo
profundidades ensoñadas.
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