Emergía hierro desde las
profundidades cavernosas. Cada tallo ferroso punzaba y, durante horas, se
elevaba más y más.
Símil a la vegetación, el
metal se suspendía al atravesar la superficie terrestre. Superaba en altura a
los árboles, sus troncos y frutos. Y lo superaba, asimismo, en muertes; es que
el hierro asesinaba; y no solo animales, sino también hombres.
Para eso mismo, para hincarse
bajo la piel y revolver los interiores, la ferrocidad era veloz. Audaz. Sagaz.
Prometiéndose hilvanar cortejadas abejas, zumbaba, emitía un sonido que
anticipaba su ataque. Los hombres lo notaron y, bajo sus cabezas ya no hubo
órgano que funcionase.
Y había sido aniquilada toda
la población, y no restaba hombre, mujer o niño.
Y se había formado una figura
de ser humano con algunos hierros. Nadie hubo para apreciarla; nadie para
adornarla. Y ante los pacíficos ademanes para culminar las guerras, los hierros
lo habían hecho. Lo habían hecho, pero asesinando a todo ser vivo.
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