Desterrada, una nube
prolongaría su visita sobre la tierra. Descubriría un descenso, hallaría una
caída precipitada, y cedería grumos de su corporeidad hacia lo profundo.
Ya la nube sobre el suelo,
incorporó vida; su existencia era similar a la de hombres y mujeres,
repatriados entre los límites de miramientos ceñidos. Y la nube pisaba,
caminaba y corría; y la nube saltaba, ascendía, descendía, aunque no hasta el
cielo, no, no hasta el fin.
Pero atravesaban vientos las
diversas superficies donde la nube se situaba. Atravesaban remolinos, brisas
auténticamente cifradas, con colmillos, de una mandíbula con un solo diente
palpitando. Y de un color, y de una punzante unción, y de litros de rugosa
savia.
Por más que la nube hubiera
decidido permanecer sobre la superficie, los vientos optaron por elevarla. Y la
llevaron hasta el cielo, firmamento, donde murió.
La acercaron a la luz, y
falleció, hambrienta, aunque decidida a no regresar ni descender inmóvil.
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