Dos rocas pequeñas establecían
madrugadoras pláticas. Mientras el resto se alivianaba, mientras el diálogo
oraba espátulas de carbón mortecino.
Ellas, convencidamente, se demostraban
qué harían cuando murieran; se comunicaban qué harían cuando fuesen solo polvo.
Pronosticaban atravesar el sol, hundirse en la tierra y descansar sobre las
aguas. Pero desconocieron qué y cómo hablaban.
Advirtieron que resplandecía el
polvo desde una hacia otra. Advirtieron, y avistaron, sus desgastes mientras
aquellos conformaban el diálogo. Las diminutas piedras hablaban entre sí, y
cada palabra estaba constituida por el polvo erosionado.
Desde ese hallazgo, deciden
mantener silencio; y así, prolongar sus vidas. Desde ese entonces callan. Y,
sin más polvaredas haciendo pláticas, persevera su escasa corporeidad, y el
silencio, derramado, aunque vivo como una ausencia.
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