Registra, un hombre, sus
trámites favoritos. Encumbra sus gnoseologías en marcos angostos, estrechos; y,
mientras quepa, avanzará más y más.
Se arrastra dentro de esa
cueva. Promete ir donde no existan otras; aunque a la vez reconoce su utopía,
el atrevimiento de ansiar ideales inusitados. Entonces avanza, salta, retrocede
y vuelve hacia la salida. Pequeñas pausas retrucan un mutismo sideral. Pequeñas
huellas soliviantan mausoléicos derrumbes. Pequeño él, aún más que la caverna,
llega.
Sale hacia un llano y camina.
Atrás ve un monte; delante, una sierra. Atrás, un sueño reticulante destinó donde
se halla y hallará, donde está y permanecerá.
Ha llegado donde no hay
cuevas. Ahí añoraba estar, olvidándolas. Desde entonces supo que su viaje había
sido fructífero, pero sin retorno, sin regreso.
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