Sin horizontes, sin
continentes, sin fondo ni superficie, los planetas del universo repetían la infamia
de la inhabitación. Podría suponerse que existían los términos; que existían
muros que contuvieran vida. Aunque acá, acá y allá, nada –excepto agua-
desplegaba sus fauces ante dragones de fuego.
Salvo imágenes de peces en
estado líquido, ningún animal vivía entre las aguas. Tampoco había vegetales ni
minerales. Atenazados mediante una oscuridad absoluta, aquellos peces
desprendían luminosidad en torno. Y nadaban, y buceaban y exploraban, más y más
sitios queriendo alcanzar un utópico fin a ese universo.
Pero hubo un pez que viajaba
solo. Y al exhalar expelió una burbuja de oxígeno. Ese pez, también
transparente e irradiador de luz, murió durante sus travesías solitariamente.
En vida creyó hallar otros que, aunque con otras diferencias, nutriesen la
disparidad. Pero no, jamás disidencia alguna logró cautivar a quien muerto dejó
su luz suspirando oscuridad.
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