Imperaba con certeza aquella
flor. Deviniendo desde un tallo hacia su minuciosidad aérea, venía a propiciar
su permanencia sobre cierta altura.
El sol, el día, hacían de la
flor un acuario de horizontes reflejándose curvos. Un temido abandono; un pavoroso
dormir. Es que ella se abría, y ofrecía su plenitud ante los aires benefactores
con sus argucias. Y ante la iluminación del astro dormía, abierta, hasta que
durante la noche se cerraba y despertaba.
Vigilia áspera convertía la
noche, la luna, en un frenesí de imágenes descompuestas. La flor, cerrada, ya
había dado su vulnerabilidad al sol que, meditándolo todo, decía, planificaba y
enseñoreaba tallos y hojas sosteniendo.
Durmiendo bajo el sol diario,
despertando ante la noche; abierta, ostentando su vulnerabilidad, cerrada y
custodiando sus extremos, la flor ahuecó, sinceró y crepitó, lo inspirado.
Ya no volvería a ver el astro,
ya solo vería la luna; ya impensó una ficción, cruda y emblemática; ya nunca
interpretaría otra variante.
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