Aseguró, siendo fiel presagio,
vengarse. Lo hizo durante el último bombear de su corazón; lo hizo mientras el
estampido, el latigazo sangriento se echó entre las arterias, bajo la piel.
Luego de morir su cráneo
fecundo temió horadar las profundidades de la tierra, de esa arena donde él
había perdido la batalla, la deshonra, la guerra y su consiguiente paz. Laceró,
su cuerpo, la multitud; y sin librarlo con un ápice de sutil fiereza, lo
domaron hasta retorcerlo.
Cuando feneció le hicieron una
estatua de piedra. Ella estranguló sus cicatrices y llagas hasta depararlo de
pie en frente de la muralla lejana. Y la estatua fue venerada, sí, elogiada y
atestiguada por todos.
Entonces, aquel hombre antes
de morir, había jurado vengarse.
La piedra de la estatua
comenzó a erosionarse. Se derritió la pintura atravesando dispares crepúsculos
diseminados. Y la venganza se preparaba, mientras, hasta socorrer con ese polvo
arenoso cada pulmón hasta hendirlo.
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