Corría, caminaba. Corría hacia
la luz, aunque no llegaba; aunque no la alcanzaba por más rumia de
entumecimientos habidos durante ciertos aquietamientos.
Veía una luz, dispar,
disonante y crepitante. Veía una luz delante y caminé hacia ella. Mientras lo hacía
recordaba eternidades de oscuridad llovidas sobre el árbol del tiempo; sobre
mí, sobre ese claustro estremecedor dictado con palabras mudas de un
razonamiento incongruente. Y soñé con atravesar la luz, o ingresar, tal vez, y
dado ese soñar estremecí la puerta. Y entré.
Velozmente, al entrar, salí.
Rápidamente, cuando atravieso
la luz, llego a un páramo con sombra, sin luz; aunque al voltearme y ver hacia
atrás viera luz, la misma que hube cruzado.
Desde entonces recuerdo sueños
de reiteraciones paradigmáticas. Rememoro delaciones con atrevimientos
singulares; rememoro un paseo, rememoro un rocío. Y, desde que recuerdo,
recapitulo obnubilaciones de tiempo, de espacio, aunque temiese, por más que
supusiera, ajenas a la luz esporádica.
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