Sobre el abismo resonaba un
movimiento, un crepuscular sentido. Fuera de signos clarividentes y
asintomáticos, demostrados, refulgían, hasta ceder, hasta comprobar, eternas
aguas componiéndose letales.
Es que había un remolino en el
mar. Antecedido por preámbulos mareados, decía ser oreja del único rostro
marino. Decía ser auténtica cara vista por los vientos y atravesada por barcos;
decía ser cara sin cuerpo, aunque a veces, escasas, explicaba perderse bajo las
profundidades. Y el remolino era una oreja, y la oreja tenía un oído, atento, quieto
y sumergido.
Ese oído pertenecía al fondo
del océano. Pertenecía a longevas particiones sin resultados devenidos, ese
oído refractando dudas; cavilaciones por ignorar, por desconocer su latido.
Entonces se detuvo el
remolino, la tormenta. Se disolvió el rostro y, con él, la oreja. Así, la cara
variaba de postura, su posición encrudecía otros perfiles dándose hacia el
cielo. El único y último testigo registrando la fisonomía de los abismos del
agua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario