Lograba verla a través de una
escalera opaca. Había sido construida durante el mismo período que el resto de
los objetos de la casa; y ella, esa ventana, madrugaba vespertinidades
climáticas para ser vista tronando.
Se hallaba dentro de una casona,
dentro de un hogar inhabitado. Especulaban, sus constructores, acerca de
estigmas entre los dueños para olvidarla ahí; para secularizarla apenas ahí,
donde solo un ventanal había sido hecho, y donde el resto eran puertas.
La ventana se encontraba en el
piso superior. A veces la veía sin necesidad de ascender escalón por escalón;
deteniéndome sobre los descansos hasta reanudar el camino. A veces la ventana
parecía venir hacia mí. Volcarse sobre mi cabeza hasta el suelo y mostrarme horizontes
de otros mundos acuciando.
Pero a veces, escasas, porque
desde la primera vez que me acerqué, toda visión resultó imposible; todo
atravesamiento entre sus marcos, un vejamen consultado bajo días sin más sol
que una intención.
Sin embargo hubo sido
construida normalmente: se respetó una abertura para permitir la vista.
Pero a veces, demasiadas, pude
oír menciones de los constructores acerca de la ventana. Que sus dueños habían
jurado en ella la representación de los conceptos heridos, de los conceptos que
son su propia contramarcha, como si un tren se movilizara sin vías.
Y aquellos comentarios acerca
de la ventana, simbolizaron en mí, con su impedimento, una razón irrazonable,
un mito lógico –si no es que todos se fundan en peripecias paralelas al mundo
real-, un sentimiento abstracto y un destino maleable: ocultar la
transparencia.
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