Al creer, aquellas personas
derribaban atosigados deslumbres hasta iniciarse metódicos. Circunspectos en
creencias, mecanizados en idearios propios de quienes perseveran según sus
religiones.
Y creían en dios. Aquellos,
maquinariamente, utopizaban los realismos hasta enfrentarse con el libre pensar;
sus ideas, sus consignas, sus días y noches no variaban excepto en librar
belicosidades cuando en torno incidían.
E implicaba que lloviera fuego
y erupcionase agua cuando en dios creían. Implicaba darse contra refugios con
alambrados de césped, de carne y cemento, de intrincados dominios donde seguían
anquilosados; donde continuaban meditabundos y errando sobre la última faz del
planeta hasta cerrarlo cifrándolo en detallismos dados desde dibujos
invisibles.
Pero cuando eran ateos, no. No
llovía fuego ni erupcionaba agua. Llovía agua y erupcionaba fuego.
Durante los tiempos en que
eran ateos, todo lo evaporable se convertía en nube y todo cielo en reglamento
decodificado. Durante aquellos tiempos, aquellas personas consecutaban rígidas
pesadumbres hasta extrañar, perseguir e ilusionar, aguas de fuego; lava que sin
arder lamería suelos donde verterse sería dicha, consuelo, y no, máquina,
precipicio y arista de un cubo orbitando.
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