Sobredimensionaba, el bosque,
toda búsqueda por intrepidar raíces. La tierra, los árboles y toda vegetación
hervía ante el desconsuelo de una lágrima viva rechinando en su interior: un
lago vaporoso.
Asuntos similares sucedían
arriba, aunque también debajo de cláusulas endiosadas en memorias de
eternidades bruscas. Asuntos de guerra, asuntos de paz, residían en el bosque,
y en el lago; cuando el telar de los secretos se ensimismaba contra toda
plétora, contra todo marcial, siendo infierno y cielo. Y nadie más vivía ahí;
nadie, ningún animal, ningún hombre, cabía donde poder exhalar abismos
entrechocados dimensionaba buscando límites atravesables.
Hasta que el lago no hubo
dilatado su frontera, y superado los márgenes orillezcos; hasta que el lago
inundó la vegetación cubriéndola con su manto estertóreo, no se había atrevido
a someterlo, a dirigirlo, y, siendo condescendiente, a reinarlo.
Hasta que ese lago, hasta que
ese cielo no ocupó ese bosque, ese infierno, Dios no supo dónde ubicarse,
consolado, esta vez, por la ausencia de la mirada de los hombres.
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