Cubre un cuerpo de hierro a
sus semejantes. Imparte coberturas ante el sol, esplendor de quietudes
despertándose. Y, bajo altas temperaturas, comienza a derretirse.
Su cuerpo oblongo proclama
dicterios bajo especulantes miras. Proclama oscuridades, proclama un hito
conversacional donde poder argüir innúmeras supervivencias. Bajo él hay otros;
otros ferrosos, otros acuarteladamente imparciales frente a los fulgores del
astro. Bajo él hay siembra, penitente, exhausta y marchita entre sombras de una
incineración causal.
Sol que prohíbe exclamaciones;
sol que impide delegaciones de hombres de hierro simultáneamente esforzándose
por no evaporarse, es fueguina luz corrompiendo auges con cimientos alterados.
La luz permite sombras. La luz
esclaviza elementos dándoles desplazamientos de oscuras proliferaciones; y,
ante su predominio, cadencias de arrobos herbívoros aquietan.
Aquel hombre de hierro
comienza a derretirse. Se evaporan sus brazos, sus piernas y cuerpo entero.
Adiestrado en el ensimismamiento oportuno, declara implorarse contra las luces
radiantes. Y, al desvanecerse y elevarse, se transforma en nube. Una de hierro,
una opaca y cuantiosa: una obturante.
Esa nube obstruye al sol.
Restringe sus fisonomías y cualidades respecto al resto de los hierros
vivientes. Ellos no ven más que asequibles náuseas con instintos cadavéricos.
Ellos desatan templanzas y sobreviven mientras, permaneciendo quietos, aquel
primero logra vencer cada exterminio.
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